domingo, 20 de noviembre de 2011

FRAGMENTO DE "LA REPÚBLICA DEPENDIENTE DE MAVISAJ"


Este nuevo fragmento al segundo capítulo titulado "La isla de Katerauac (el mundo)":

Aquella isla, situada en el mismo Ecuador, te cautiva incluso antes de poner tus pies en ella. Desde el aire, la frondosidad de sus bosques tropicales se mezcla con los continuos saltos de agua que, en forma de cascada, acarician y riegan el inmaculado verde que sus colinas y valles albergan. Éstos, embriagados por el frescor que los torrentes producen en ellos, los juntan y encauzan hasta formar ríos a los cuales acompañan hasta su encuentro con el mar, recibiéndolos éste con todo su esplendor y mostrándoles un espectacular azul turquesa difícilmente igualable. Sus playas de arena blanca son acariciadas sin rubor por unas olas tranquilas, amansadas por una prodigiosa barrera de coral que, a la vez que les da la bienvenida, les advierte de que no deben molestar con su impertinencia al gigante de fuego, no sea cosa que profanen su placentero sueño y éste, molesto, escupa ríos de lava para mostrar su mal despertar. Hace varias décadas que la gran montaña está dormida, pero eso no significa que su corazón no siga latiendo. Su poder es tal que con cada erupción ha remodelado la silueta de Mavisaj, como emulando al Todopoderoso en este tipo de cuestiones. En su honor se levantaron hace cientos de años infinidad de templos, esculpidos cuidadosamente con la roca volcánica que el gran señor les había proporcionado para dicho fin. La espiritualidad que en ellos se respira está adornada por miles de flores que acarician su recinto, pues la unión de dicho dios con la naturaleza es total.

Sus muros no tienen techos, y las aberturas de sus paredes nunca están obstruidas por ninguna puerta, puesto que para el gran señor nunca ha de haber secretos que ocultar. Las gentes de Mavisaj eran abiertas, como sus templos, sin nada que esconder, pues sus únicas pretensiones eran pasar por esta vida preparándose para un honor más alto, que no era otro que la unión espiritual con el Ser Supremo cuando sus días terrenales llegasen a su fin. Fue quizá por ese motivo, por lo que hasta hace tan sólo treinta años siempre estuvieron a merced de una gran potencia colonial. Desde tiempos inmemoriales, sus ricas y fértiles tierras han sido codiciadas por todo tipo de visitantes, los cuales, no satisfechos con las rentables transacciones comerciales que solían realizar, acababan finalmente oprimiéndola y sometiendo a la población a su caprichosa voluntad. Si tentador era someter a estas gentes, sólo por el hecho de oponer poca resistencia debido a su forma espiritual de comportarse, no lo era menos el explotarla debido a la gran riqueza que sus tierras escondían. Pero quizá «esconder» no sea la palabra adecuada, pues su suntuosidad y hermosura se atisba tanto desde la propia tierra, como del lejano mar. Cuando bordeas la costa, su majestuosidad y abundancia de frutos tropicales te saludan desde la orilla, atrayéndote hacia ella como preciosas sirenas en mitad de un inmenso mar. Si evidentemente caes en la tentación de desembarcar en sus playas, tus sentidos ya no te dejarán volver atrás. A cada paso, cuando te adentras en su frondosa espesura, la naturaleza te va sorprendiendo a cada instante. Pájaros de mil colores, árboles y plantas con todo tipo de manjares, e infinidad de agua con la que satisfacer todas tus pretensiones. El paisaje te embriaga y sigues caminando, no das un paso atrás, puesto que tus ojos están ávidos de nuevas sensaciones y riquezas. Machete en mano si es preciso, vas ganando tu duelo particular con la montaña que vas escalando, regocijándote con lo conseguido, y soñando con lo que vas a descubrir. Cuando por fin llegas a su cúspide, el paisaje te corta la respiración. Una inmensidad de valles y laderas montañosas esculpidas con miles de terrazas de un verde espectacular invaden tus ojos. Son los arrozales, los cuales parecen haber sido hechos por un ser superior, pues su belleza es inigualable. El agua de lluvia lo invade todo, y sonoros riachuelos campan a sus anchas haciéndoles guiños a las verdes matas, a las que acarician y dan vida. Tus ojos y tus piernas son incapaces de atisbar el final de dicho paraíso, pues detrás de una ladera sigue otra, y con cada valle vuelve a nacer otra montaña. Sólo tras varias jornadas castigando tus extremidades, pero regocijando tus pupilas, das con él, con el señor de la isla, con aquél que hace miles de años creó tanta belleza al arrojar desde sus entrañas el sedimento volcánico que cubre la totalidad de Mavisaj. Katerauac, así es como le llaman los nativos desde tiempos ancestrales.

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